13 febrero 2008

El escritor


Metió el papel en la máquina, al girar el rodillo y recolocar el papel pensó en el sexo. Es curioso como a veces uno hace relaciones, a veces absurdas. Pero así, absurdamente, recordó el cuerpo de Anne, cuando, desnuda, se tendía en la cama entre sus sabanas revueltas. Su piel pálida se le asemejaba, en este momento, folio en blanco tendido. Sus dedos, prestos a marcar una tras otra, las oscuras teclas de su cuerpo.


Encendió un pitillo pero no le supo a nada, lo apagó a la tercera calada. Acercó el cuenco y, con la maestría que da la labor mil veces hecha, deshizo otro pitillo. Cogió la piedra y acercando el mechero calentó un pellizco que mezclo con las hebras de tabaco.


Aspiro profundamente, abrió la mente y dejó que las imágenes le llenaran.
Comenzó a escribir.


En alguna ocasión, un colega le había dicho, muy serio él y con cara de circunstancia, que el buen escritor no necesitaba de inspiración, que escribir era como otro trabajo. Uno, después de desayunar, se sentaba y escribía. Comía y después de la siesta obligatoria, volvía a escribir. Cuando ya tenía una cantidad considerable de folios llenos había que cribar lo escrito, hasta quedarse con lo verdaderamente importante. Y de ahí sacar el hilo de la historia.


Él acostumbraba a comenzar con una frase. Inventada o copiada. En esta ocasión empezó con la célebre frase de Karen Blixen, "Yo tenía una granja en África, a los pies de las colinas del Ngong", se echo a reír.


“Quizá podía empezar con algo similar pero diferente. Probemos;
…Yo tenía una habitación pintada de rojo, con mecedora y mantita… No me gusta.
…Yo tenía un amor civilizado, con velitas y escena en el sofá… Esto creo que me suena de un tal Sabina. “

Volvió a reír, el día estaba siendo, si no fructífero en cuanto escritura, si divertido por lo menos.


De pronto, como siempre le ocurría, los dedos empezaron a teclear como movidos por un resorte. Las letras se clavaban en el papel como picaduras, llenándolo de caracteres, de fuentes. Cambio un folio por otro, sin recordar a Anne. Luego otro y otro más. Los dedos volaban, las imágenes se sucedían, los folios eran cambiados a un ritmo vertiginoso, acumulándose en un montón desordenado al lado de la máquina.

Escribía sobre el mundo, sobre las personas, sobre sí mismo.

Se convirtió, en esos momentos en “el escritor que se escribe a sí mismo”, se escribió y se escribió, hasta tal punto, que desapareció tras el último folio, en su última vuelta de rodillo.

2 comentarios:

vi dijo...

Sublime, tanto el relato como su escritora

**Sweetblood** dijo...

hola... me intereso mucho lo que escribis, y eso que te encontre de casualidad...


salu2