17 febrero 2008

De princesas y hadas (parte I)



Érase una vez una Kris que se iba a casar.
Puede parecer fácil, quizá para ti y para mí lo sería, pero para ella no.
Te lo contaré y así lo entenderás.

Había una vez, hace muchos, muchos años una princesita que se llamaba Cristina. Nació en un castillo de un pueblo que está muy, muy lejos. Los reyes de aquel castillo, sus papás, tenían una serie de creencias religiosas, testigos de Jehová se llamaban.

Al principio, cuando la princesita aún era un bebé, su mamá siempre la vestía de rosa, con lazos y vestidos de organdí. Cuando la princesita creció, cada vez que volvía del cole, traía una coleta deshecha, un lazo roto, el vestido manchado de barro, y su mamá se cogía unos disgustos de muerte.

Creció y creció, hasta hacerse una grácil muchachita, y, como todas las jóvenes doncellas del reino, le llegó la hora de prometerse en matrimonio.

La ceremonia fue largamente recordada por todos, totalmente convencional, con su vestido blanco, su ramo y las lagrimas al oír el himno nupcial.

La noche de bodas también fue como díos manda, desvirgada sin pudor por un príncipe con la delicadeza en el dedo gordo del pie.

La princesita fue a vivir con su príncipe, pero ni fue feliz ni comió perdiz.

El príncipe, una vez pasado el encantamiento de la boda, se convirtió en un ogro, que la vejaba y maltrataba, haciendo caso omiso de su condición de princesa.

Pasaron los años, demasiados para mi gusto, demasiados para la princesa y muy pocos para su consorte y familia.

La princesita cada vez estaba más triste, lloraba y lloraba y nadie la consolaba.
Hasta que un día apareció un hada madrina:
- ¿Qué te pasa princesita que estás tan triste?
- Me pasa que ni soy feliz ni como perdiz… que mi príncipe se convirtió en rana y yo he pasado de princesa a cenicienta y ahora no se como salir de este lío.

El hada madrina pensó y pensó y se le ocurrió una idea:
- Vas a hacer una cosa, abandona esa casa donde no eres feliz y vente conmigo, en mi casa no hay perdiz, pero podrás reír y reír.
Solo hay una condición… deberás dejar atrás tus miedos, tus lastres y empezar a ser tu misma… deberás volver a construir tu personalidad destruida durante estos años.

La pequeña Cristina lo pensó, le dio vueltas y vueltas y llegó a la conclusión de que era lo más conveniente, dejó atrás todo lo convencional, que a ella no le convenía para nada y se convirtió en una nueva mujer, ya no quería ser princesa, ahora sería simplemente Kris.
Se fue a vivir con su hada madrina, que por cierto se llamaba Clau, y, a pesar de que no comió perdiz, comió arroz y lentejas, y ensalada y carne y pescado, y pastelitos de crema.

Los reyes, sus papás, cuando se enteraron de la noticia se echaron las manos a la cabeza, no podían entender que su princesita hubiera colgado la corona y el decoro y hubiera abandonado al príncipe por un hada madrina.

Cuando ella les explicaba que el príncipe no era tal sino ogro disfrazado, ellos le contestaban pesarosos que los consortes deben ser para toda la vida, que ellos tienen potestad para hacer y deshacer y que su señor Jesucristo no aceptaba las desuniones y muchísimo menos convivencias y quien sabe que más con hadas madrinas.
Tanto discutieron que Kris los dejó por imposible.

Tanto que los reyes decidieron que, aquella que un día fuera su princesa se había convertido en nada para ellos.
Se levantó un muro tan alto entre ellos que debieron de pasar años y años antes de que el tiempo empezara a erosionarlo.






... Lo sé, lo sé, prometí seguir... en ello estoy...

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