24 junio 2008

Buscando



Caminaba.
Las gotas de sudor resbalaban por su frente, con un ademan las retiro un instante antes de que le entraran en los ojos. Con la mirada al frente, fijos los ojos en las lejanas colinas cubiertas de nieve. Llevaba andando desde el amanecer y las colinas seguían estando a la misma distancia. Esto no va a ser fácil, se dijo. Se volvió y miró sus huellas medio borradas ya.

La nieve no cesaba de caer, el sudor no dejaba de manar y su destino, igual de lejos que ayer.

Hizo un alto bajo un enorme abeto que le protegiera de la nieve. Se quito la mochila y, tras hurgar un momento, sacó la bolsa de la comida. Despacio, masticando cada bocado como si fuera el más sabroso del mundo, pensó en lo absurdo de su misión.

Llevaba más de una semana andando sobre y bajo la nieve. No había llegado a ningún sitio. No se había encontrado con nadie, las colinas seguían estando igual de lejos, la comida se acababa y ni siquiera había visto huellas de animales, por no hablar de un resquicio de vegetación.

El desaliento le atenazaba el alma. Empezaba a olvidar el motivo de su viaje. Empezaba a olvidar de donde venía, adonde iba, quien era.

Se levantó y empezó a andar de nuevo. Seguir. Lo único que podía hacer era seguir adelante.
La blancura de la nieve le deslumbraba, entrecerró los ojos, bajó la cabeza y, luchando contra el viento siguió andando. Remolinos de nieve se formaban a sus pies, el frío se colaba por las aberturas de la ropa. Siguió y siguió, siempre adelante, un paso y otro más, siempre adelante.

Los días sucedían a las noches y estas a los días. La comida se terminó tiempo atrás. Se había echado sobre los hombros la manta de dormir que guardaba en la mochila y abandonado esta en el camino. Con la cabeza gacha seguía el movimiento de sus pies sin sentirlos. La mente vacía de sentidos y pensamientos, excepto en un rincón oscuro de su cabeza donde una frase resonaba como un lejano eco. Debes encontrarte.

La mañana del último día, cuando comenzó a andar, un rayo de sol se había conseguido colar entre las nubes. Las montañas estaban al alcance de las manos. Cerca del mediodía alcanzó la falda de la primera, al final de la tarde coronó su cenit. La cueva seguía allí. Aun se podían apreciar, en su interior, los restos de fogatas consumidas ni sabía el tiempo que hacía.
Se dejó caer en el suelo, se arrebujó en la manta y dejó que la paz inundara su cuerpo y su mente. Había encontrado su antiguo hogar. Se había encontrado.
Ya podía morir en paz.

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